Queridos contertulios, amigos del 75, aventureros procaces y custodios de De Amiticia..
Sin más ánimo que mi fácil y barata verborrea puesta al servicio de retoques y negaciones. Nada tiene que ver con lo acontecido y sin con ese espacio del recuerdo donde duermen el sueño los justos, os envío este cacho de una noveleta mía "Reloj de un sereno", por llamarlo de alguna manera y por si tuviera algún sentido descojonarse con batiburrillo tal.
Tal, como Tal Farlow, manos grandes, uno de mis monstruos sagrados en el Arte del manubrio guitarril.
IN DUBIO PRO REO
XVI
La cita con Lalo Bollino la fijamos para las dos y diez. Almorzaríamos en el
restaurante Caviar Kaspia de la plaza de la Magdalena. Nos reconoceríamos por
llevar bajo el brazo un ejemplar del suplemento colorido de Le petit journal.
¡Cuánta enigmática precaución para una celebración parisina!
Tras nueve años sin vernos, Lalo logró doctorarse por la Sorbona profundizando
en Boris Vian, de ahí el encuentro y el festejo. Siempre aparecía, guitarra en ristre,
con las últimas novedades falseteras por la ciudad vieja de Cáceres. Sobre todo
jugábamos envidiosamente a atribuirnos la autoría de las falsetas nuevas. Le di fe,
nueve años antes de que una composición muy ingenua y alegrota en re mayor se
me había ocurrido sentado en las barandillas del Hospital de Mérida y la bauticé
Décima cantiga. Tanto le gustó que en sucesivos encuentros musicales la añadía
a su repertorio en bares, tabernas y reuniones estudiantiles. Yo mismo tocaba con
él la pieza haciéndole terceras o quintas voces con el violín o la guitarra tras lo
cual soltaba su coletilla habitual:
-“¡Ay, Vladimiro, cómo me la pegaste, so cabrón...! Decirme que era de tu
cosecha...¡ Si esto es de Alfonso X el sabio!- clamaba a los cuatro vientos ante la
gente que se descojonaba, y yo el primero que le reía la gracia.
A Lalo Bollino su claustrofobia le impedía dejar las manos quietas y enseguida se
lanzaba a tocar el glúteo o meter el dedo en la nariz de cualquier persona
conocida o no. Aquello nos acarreó mas de un gusto y mil disgustos
Inventamos el deporte del pulso con narices. Salí malherido de aquello, con el tabique partido en
tres.
Tras los cien gramos de caviar, la tabla de patés y los dos litros de Chauvernet
atribuyó a buen seguro a su tío el de Almorchón, prócer de la revolución industrial
en la zona, la paternidad de la copla minera de Puertollano y Almadén cantada
con el sonsonete de Cabeza del Buey:
“Te viá cer una bata, larata
le viá poné solapa, larete
le viá poné corchete, larillo
le viá poné bolsillo, lará
y cinta colorá”
Ya medio beodo me acordé de la lúgubre estación y las minas abandonadas de
Peñarroya y de los mineros vistiendo a las vagonetas con las banderas de la unión
proletaria.
Tras otros nueve años con nuestras pistas perdidas me llegó un sobre acolchado
certificado que contenía una cinta de música con una nota manuscrita:
-“Soy Lalo Bollino. Supongo que te he sorprendido, pero es que oí estas canciones
y me dije: “Esto tiene que escucharlo el Vladi”. Son todas de Ginga con textos de
Aldir Blanc. Si puedes, haz una copia para el Traque, por favor.”
De inmediato me sumí en la audición de los colibríes barrocos. Una cosa bella.
Llevé una copia al Traque.
La labor en el taller era separar en la mesa la paja del trigo. A una caja de madera
las pilas de botón usadas, a un cubilete de dados los trocitos de hilo retorcido de
oro y al bote de cristal de mayonesa Musa las virutas de otros metales. Atraje con
un imán las partículas de hierro procedentes de las seguetas y del esmeril para
engrosar la bolsa de desperdicios inflada ya de carteles y folletos en una melé de
colillas y cenizas. Repasé toda la basura a un contenedor, nada que recuperar
excepto un jirón de papel con un número de móvil y la frase escrita con un roller
Staedler permanente rojo: “Sara, torre derrotarás”. La escribió Ludolfo Braceiro,
mi lector y traductor ocasional de portugués de canciones de Gil, Veloso o Guinga
y aficionado palindromista o palindromero. Me eché el papel arrugado al bolsillo y
salí al mostrador a atender a una señora de edad avanzada.
-“¿Qué desea?”, pregunté como siempre.
-“Sólo mirar. Me gustan éstas perlas, pero las quiero de fantasía”, contestó al buen
rato sin desviar su mirada de la batea de los pendientes de oro blanco y brillantes
con perlas australianas.
-“Dése el capricho y lléveselas. Al fin y al cabo están a precio de saldo. ¿Se ha
fijado usted en el cartel de liquidación por cierre? Vea, vea... y anímese- le
aconsejé.
-“Hablas como tu padre. Eres igualito que él.”, salió por la tangente.
-“¿Y usted es de aquí? ¿Vive usted en la calle del Portillo?”, le increpé ahora
maliciosamente mientras le envolvía unos pendientes de plata más modestos.
-“Soy Sara”, dijo despidiéndose.”Ahora ve y cuéntale a tu madre que me has
conocido”. Cruzó el umbral y quedé perplejo observándola cómo se perdía en la
calle abarrotada de paraguas.
La cita con Lalo Bollino la fijamos para las dos y diez. Almorzaríamos en el
restaurante Caviar Kaspia de la plaza de la Magdalena. Nos reconoceríamos por
llevar bajo el brazo un ejemplar del suplemento colorido de Le petit journal.
¡Cuánta enigmática precaución para una celebración parisina!
Tras nueve años sin vernos, Lalo logró doctorarse por la Sorbona profundizando
en Boris Vian, de ahí el encuentro y el festejo. Siempre aparecía, guitarra en ristre,
con las últimas novedades falseteras por la ciudad vieja de Cáceres. Sobre todo
jugábamos envidiosamente a atribuirnos la autoría de las falsetas nuevas. Le di fe,
nueve años antes de que una composición muy ingenua y alegrota en re mayor se
me había ocurrido sentado en las barandillas del Hospital de Mérida y la bauticé
Décima cantiga. Tanto le gustó que en sucesivos encuentros musicales la añadía
a su repertorio en bares, tabernas y reuniones estudiantiles. Yo mismo tocaba con
él la pieza haciéndole terceras o quintas voces con el violín o la guitarra tras lo
cual soltaba su coletilla habitual:
-“¡Ay, Vladimiro, cómo me la pegaste, so cabrón...! Decirme que era de tu
cosecha...¡ Si esto es de Alfonso X el sabio!- clamaba a los cuatro vientos ante la
gente que se descojonaba, y yo el primero que le reía la gracia.
A Lalo Bollino su claustrofobia le impedía dejar las manos quietas y enseguida se
lanzaba a tocar el glúteo o meter el dedo en la nariz de cualquier persona
conocida o no. Aquello nos acarreó mas de un gusto y mil disgustos
Inventamos el deporte del pulso con narices. Salí malherido de aquello, con el tabique partido en
tres.
Tras los cien gramos de caviar, la tabla de patés y los dos litros de Chauvernet
atribuyó a buen seguro a su tío el de Almorchón, prócer de la revolución industrial
en la zona, la paternidad de la copla minera de Puertollano y Almadén cantada
con el sonsonete de Cabeza del Buey:
“Te viá cer una bata, larata
le viá poné solapa, larete
le viá poné corchete, larillo
le viá poné bolsillo, lará
y cinta colorá”
Ya medio beodo me acordé de la lúgubre estación y las minas abandonadas de
Peñarroya y de los mineros vistiendo a las vagonetas con las banderas de la unión
proletaria.
Tras otros nueve años con nuestras pistas perdidas me llegó un sobre acolchado
certificado que contenía una cinta de música con una nota manuscrita:
-“Soy Lalo Bollino. Supongo que te he sorprendido, pero es que oí estas canciones
y me dije: “Esto tiene que escucharlo el Vladi”. Son todas de Ginga con textos de
Aldir Blanc. Si puedes, haz una copia para el Traque, por favor.”
De inmediato me sumí en la audición de los colibríes barrocos. Una cosa bella.
Llevé una copia al Traque.
La labor en el taller era separar en la mesa la paja del trigo. A una caja de madera
las pilas de botón usadas, a un cubilete de dados los trocitos de hilo retorcido de
oro y al bote de cristal de mayonesa Musa las virutas de otros metales. Atraje con
un imán las partículas de hierro procedentes de las seguetas y del esmeril para
engrosar la bolsa de desperdicios inflada ya de carteles y folletos en una melé de
colillas y cenizas. Repasé toda la basura a un contenedor, nada que recuperar
excepto un jirón de papel con un número de móvil y la frase escrita con un roller
Staedler permanente rojo: “Sara, torre derrotarás”. La escribió Ludolfo Braceiro,
mi lector y traductor ocasional de portugués de canciones de Gil, Veloso o Guinga
y aficionado palindromista o palindromero. Me eché el papel arrugado al bolsillo y
salí al mostrador a atender a una señora de edad avanzada.
-“¿Qué desea?”, pregunté como siempre.
-“Sólo mirar. Me gustan éstas perlas, pero las quiero de fantasía”, contestó al buen
rato sin desviar su mirada de la batea de los pendientes de oro blanco y brillantes
con perlas australianas.
-“Dése el capricho y lléveselas. Al fin y al cabo están a precio de saldo. ¿Se ha
fijado usted en el cartel de liquidación por cierre? Vea, vea... y anímese- le
aconsejé.
-“Hablas como tu padre. Eres igualito que él.”, salió por la tangente.
-“¿Y usted es de aquí? ¿Vive usted en la calle del Portillo?”, le increpé ahora
maliciosamente mientras le envolvía unos pendientes de plata más modestos.
-“Soy Sara”, dijo despidiéndose.”Ahora ve y cuéntale a tu madre que me has
conocido”. Cruzó el umbral y quedé perplejo observándola cómo se perdía en la
calle abarrotada de paraguas.
1 comentario:
Cave Canem cantuvo y tocuvo en todos estos sitios:
foro de los balbos
coro de los calvos
boro de los galgos
floro de los valgos
cloro de los algos
moro de los pargos
poro de los largos
loro de las nalgas
corro de los largos
porro de los magros
morro de los salvos
zorro de los barbos
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