El reloj del sereno. Décadas cubierto de polvo espeso en la esquina más
septentrional de la trastienda. En el altillo ulterior junto a un mohoso estuche que
contiene otra antigualla: una precisa máquina de pivotar francesa decimonónica.
Uñas al guarro:
Abramos la funda del reloj blindado. Es de cuero gordo y rígido y semejante a una
cantimplora que llevara cualquier soldado extraviado de la guerra del catorce.
Encajamos en una de las tres cerraduras la orejuda llave y donde esperábamos
ver un sofisticado mecanismo de ruedas dentadas y muelles espirales hay
cartones, papeles de calcar morados, azules cobalto y negros.
Adosados a este mazacote blindado cohabita otro hatillo de papeles amarillentos
circulares, numerados en dos círculos concéntricos señalados con picaduras en
las casillas extremas.
Estos cartones nos cantarán el bingo de esta historia, aclarando el recorrido
geográfico del relato en los agujeros del papel, como en los grabados
calcográficos al revelar la hora, el minuto y el lugar de cada hecho narrado.
Prueba documental infalible pues hay una llave que corresponde a una cerradura.
La imagen desdoblada de este grabado y la impronta del
monotipo.
El reparto, los personajes:
En el polígono Carrión, en un predio alambrado, justo al pie de los restos de los
muros del cortijo, he dejado caer los laminadores. Dos estructuras muy sólidas de
hierro y acero cortén abandonadas a su suerte. Las perderé. El primero que pase
las subirá a trancas y barrancas a un remolque y se las venderá al Culebra o a
Fumanchú en la chatarrería.
Ya las añoro; llevan dos días a la intemperie y me muero de pena. Iré a verlas esta
tarde, si es que aún estuvieran allí, tiradas. Pesan un quintal, pero las elevaré
como un Sansonito sobre la tierra, las embadurnaré de aceite de la cooperativa de
Guareña. Voy a vestirlas con sacos de plástico y momificadas esperarán a que
abra el nuevo taller de orfebrería donde tendrán su espacio y suelo firme a
perpetuidad. Junto a los centenarios yunques y la vieja prensa de estampar.
A poco de levantar los primeros ripios y arrastraslos hacia la bolsa negra de
basura comunitaria los guantes se habían hecho trizas.
Oxidados y enmohecidos sobresalían en un volcán polvoriento de yeso, cemento y
zotal los estribos y bozales de la yeguada de Ramón Escoriza, alias “Rufo”.
Alisando con las palmas al nivel de los años en que Villamargarita estaba
habitada, los surcos fosilizados en barro caleño de las ruedas de la Serré, un
cochecito a tracción de dos caballos blancos con las crines emplumadas, se
ahondan junto a las palmeras datileras.
Un aire fresco de la Sierra de Arroyo esparce el hedor proveniente del pozo
cegado orientado hacia Calamonte.
Aún aguantan la acacia y la higuera en el árido páramo pendiente de expropiación
forzosa a causa de la autovía. Florecen los chumbos donde vienen a morir los
mastines.
Me propuse ahondar en tierra virgen con mejores utensilios y la certeza de que
hallaría algún documento u objeto que justificase ante los pocos vecinos
colindantes mi presencia en aquellas ruinas de cortijo cada crepúsculo. Alarmados
los perros, la silueta del campesino saliendo del silo se recorta nítidamente ante la
cantera de Carija.
Mi anhelo es hallar el mapa de hule amarillento de un tesoro ya encontrado hace
milenios vuelto a trazar cada siglo con otra tinta. La ubicación del cortijo está en la
misma intersección de todos los caminos, en el eje de la rosa de los vientos.
Aupado en la mampostería, mirando hacia la Meca de Almería diviso a Ramón
“Rufo” galopando junto a la reala de galgos sobre los viñedos de Tierra de Barros
con su coraza de esparto. Mejor vista tendré aupado a las colinas de espliego de
Torremegía.
En suelas y espuelas de Rufo viajan como polizones las semillas de Oriente,
Polinizando las vides a su paso, al trote y al galope.
Tras un somero bosquejo de su villa natal, Velefique, en la sierra almeriense de
los Filabres, Antonio Martínez añade notas en su libro manuscrito:
“El esparto constituye una de las mayores riquezas... (para los contratistas),
siendo esta región “la tierra por excelencia del tomillo y del esparto” y por ende,
“del hambre y la miseria”, como lo demuestran de uno u otro modo infinidad de
cantares y refranes como estos:
Cantar:
En la tierra que hay tomillo,
atochón y mucho esparto,
ninguno muere de ahíto
ni de pan se verán hartos
(...)